En estos días, Mercedes Aráoz ha
citado a Sudáfrica como ejemplo del proceso de reconciliación que necesitamos.
Es por ello oportuno recordar a Nelson Mandela. En 1995, en el Día de la
Reconciliación Nacional del país africano, él dijo: Reconciliación quiere decir
trabajar conjuntamente para corregir la herencia de las injusticias del pasado.
¿A qué injusticias aludía Mandela? En 1999, en su discurso ante el parlamento,
dijo: nuestra primera tarea es la erradicación colectiva del legado del sistema
inhumano del apartheid como un paso necesario hacia la reconciliación de
nuestra patria. En este marco Mandela buscó que su país dejara atrás el pasado
y se comprometiera en la construcción de un futuro común. No es casual que el
Día de la Reconciliación, el 16 de diciembre, sea la fecha en la cual los
colonos blancos derrotaran a los zulús en 1838. La reconciliación no consiste,
por lo tanto, en borrar la historia, sino en no quedar atado al pasado.
¿Cuál es el equivalente peruano del
apartheid sudafricano? ¿Cuál debería ser el eje de la reconciliación en el
Perú? En los noventa, la llegada sorpresiva de Alberto Fujimori al poder fue
comparado con un tsunami. Siguiendo con la analogía, este hecho político fue a
su vez el resultado de un cataclismo previo: la debacle institucional, social y
económica de los años 80. Dejando de lado el juicio sobre el gobierno de
Fujimori, es un hecho que el mismo transformó profundamente tanto el Estado
como la economía nacional. A este fenómeno se le ha llamado el giro neoliberal.
También significó un espaldarazo político al tipo de sociedad que emergía de la
crisis casi terminal en que nos encontrábamos. Los peruanos tuvieron que
sobrevivir ese período oscuro sin Estado –o contra él– y sin mercados formales
lo suficientemente amplios para incluir a todos. Como ha señalado Danilo
Martuccelli en su libro «Lima y sus arenas», el Perú de inicios de los noventa
era un mundo de incertidumbre y violencia en donde las estrategias del «vale
todo» convivían con una solidaridad acotada a las comunidades y familias.
Fujimori gobernó reproduciendo este esquema, pasando por encima de toda regla,
pero combinándolo con una referencia permanente a una solidaridad con las
familias y las comunidades.
Así, para lograr sus fines, Fujimori
manipuló y destruyó las instituciones democráticas, lo cual tiene como símbolos
el golpe de Estado de 1992 –con la captura de casi todas las entidades que
debían mantener su autonomía–, y las elecciones generales de 2000, que no
tuvieron las mínimas garantías de imparcialidad y que terminaron con la compra
literal de congresistas, como quedó registrado en el famoso video que marcó el
inicio del fin del gobierno fujimorista.
El proceder político de Fujimori y sus
aliados tuvo un costo enorme: corrupción rampante, abusos del poder, crímenes,
y violaciones atroces a los derechos humanos. Decenas de funcionarios de este
período han ido a la cárcel por estos hechos, incluyendo al propio Alberto
Fujimori. A contracorriente de lo que muchos piensan, esta herencia del
fujimorismo no es algo que se ignore o se haya olvidado. En una reciente
encuesta de Ipsos (diciembre, 2017) apenas un 9% del 56% que aprueba el indulto
a Fujimori afirma que este es inocente. Mientras que el 4 de cada 10 entre el
40% que rechaza el indulto, señala que el exdictador es culpable de «crímenes
graves». Por lo tanto, es posible afirmar que el aprecio por el fujimorismo de
los noventa está construido sobre la memoria de dichos crímenes y no sobre su
olvido. Mientras que el rechazo al fujimorismo –naturalmente– está sostenido
sobre lo mismo. Es por ello que considero que el eje de la reconciliación debe
ser el reconocimiento y condena de la deuda institucional del fujimorismo de
los 90 y sus terribles consecuencias ¿Es posible (re)conciliar ambas miradas
sobre el fujimorismo de los 90 a partir de la dimensión de la institucionalidad
y del imperio de la ley?
Para lograr un acercamiento hay que
dejar de lado posiciones, como la de Martha Chávez, que buscan reescribir la
historia a su antojo -negando la responsabilidad fujimorista o, peor aún,
borrando los crímenes-, o la de ciertos sectores que consideran que el rechazo
al fujimorismo no puede ser solo política–institucional, sino que también implica
el abandono ineludible de su herencia económica. Es decir, debe ser un rechazo
al neoliberalismo (un término cuyo contenido es muy variable, además). Sobre lo
primero, negar hechos registrados por la historia es inaceptable. Otra cuestión
es discutir políticamente su significado. Respecto a lo segundo, es válida la
discusión sobre la relación entre las políticas neoliberales, la corrupción y
el debilitamiento del Estado de Derecho, aunque dicho efecto no sea igual en
todos los países. Incluso entidades como el Banco Mundial y el Fondo Monetario
Internacional -ligadas a dichas políticas– brindan una atención creciente a las
instituciones y al imperio de la ley. Considero que el neoliberalismo no es un
camino ineludible, y que hay buenas razones para criticarlo y cuestionar su
conveniencia para nuestro país. Pero esta es una discusión que puede formar
parte de la vida democrática. Es decir, la opción neoliberal es una vía
políticamente legítima. En cambio, el desprecio fuji-montesinista a las
instituciones no es compatible con la democracia.
Por ello, cualquier reconciliación
respecto a lo ocurrido en los años noventa debe partir de tres cuestiones: la
aceptación de los crímenes cometidos por el fujimorismo, el perdón sincero a
las víctimas de dichos crímenes, así como en el compromiso de todos los actores
de respetar las instituciones democráticas, así como el Estado de Derecho.
Esto, desde luego, no asegura una reconciliación universal –algo utópico– pero
sí una que involucre a un sector mayoritario en todos los grupos involucrados.
Desde luego, este es un planteamiento que pudiendo surgir de las dirigencias
políticas, no puede limitarse a ellas. Necesita convertirse en un proceso
inclusivo, transparente, serio y respetuoso. El objetivo de una reconciliación en
estos términos no es el fin del conflicto y la llegada de una mágica paz, sino
la canalización de los conflictos políticos sobre qué hacer con el país, y
sobre qué rumbo tomar (conservador, liberal, izquierda, derecha, igualitario,
libertario) en el marco de una política institucionalizada. Una política de
adversarios y no de enemigos.
Es aquí donde el indulto otorgado a
Fujimori –o cualquier medida equivalente– pudo jugar un papel. Si este hubiera
estado basado en el reconocimiento explícito de los crímenes cometidos, en un
compromiso con el respeto irrestricto de las instituciones por parte de todos
-lo cual debió empezar por el indulto mismo -, así como en un pedido de perdón
sincero a las víctimas y sus familiares, quizá hubiéramos dado un primer paso hacia
una reconciliación real.
Pero ese no ha sido el camino elegido
por un gobierno mediocre en sus miras y en sus formas, así como nefasto en sus
decisiones. Kuczynski y Alberto Fujimori, con el evidente acuerdo realizado,
nos han traído un indulto cargado de cuestionamientos y ofensivo al Estado de
Derecho. En lugar de saldar la deuda institucional, la ministra Aráoz -como en
el 2009- prefiere ignorar un tratado de derechos humanos -que, hay que
recordar, tiene rango constitucional, todo para salvaguardar los míseros
objetivos del pacto Barbadillo-Choquehuanca, como lo ha llamado Alberto
Vergara. Dicho en pocas palabras, si la principal deuda con la historia del
gobierno de Alberto Fujimori es su desprecio por las instituciones y el Estado
de Derecho, ¿cómo cimentar la reconciliación en un indulto que es un homenaje a
dicho desprecio?
Al terremoto de la vacancia
presidencial, que amenazaba traer abajo esa construcción mal diseñada y sin
columnas que es el gobierno de Kuczynski –lo que hubiera dado paso a un período
de incertidumbre política que quiso ser aprovechada por Keiko Fujimori y sus
aliados circunstanciales-, le ha seguido un nuevo tsunami: el indulto.
Kuczynski pudo haber elegido otro camino, pero decidió iniciar un segundo
desastre. La ola ha dejado expuesta las bajezas y miserias de casi todos. Por
eso, el gabinete de una reconciliación vacua, como la que plantea el gobierno,
no puede sino llenarse de palabras huecas para justificar un pacto infame.
Gabinete que, tras dos semanas del indulto, aún no se designa. Y si la Corte
Interamericana de Derechos Humanos dejara en evidencia la flaqueza jurídica del
indulto, todo indica que Kuczynski preferirá sobrevivir flotando sobre ese
trozo de madera añeja y lleno de astillas traicioneras que es Alberto Fujimori.
Una última reflexión. ¿Vale la pena
defender las actuales instituciones democráticas? Después de la crisis política
del año 2000 y del gobierno de transición de Alberto Paniagua, hubo mucha
esperanza sobre lo que podía lograrse con el retorno de la democracia. Decía
Hannah Arendt que cuando nuestros ojos están tan acostumbrados a la oscuridad,
difícilmente serán capaces de distinguir si la luz que vemos es un sol
deslumbrante o apenas una vela. La evidencia muestra que el período democrático
del siglo XXI ha sido solo una vela institucional. Pero incluso con esas
condiciones, la situación ha sido claramente mejor para la vida política del
país que la que hemos tenido en los períodos autoritarios. No es poca cosa el
haber elegido a 4 presidentes consecutivamente. Tampoco lo es un sistema de
justicia que pudo condenar a un expresidente de la República. Así, la
ciudadanía sigue prefiriendo mayoritariamente la democracia –con todas sus
debilidades– frente a las formas de gobierno dictatoriales. Por ello debemos defender
dichas instituciones. Esto no significa, por cierto, dejarlas como están, sino
transformarlas –para mejor– mediante el propio proceso democrático. Es
evidente, no obstante, que las instituciones por sí solas tampoco generarán la
reconciliación. Ésta, como dijo Nelson Mandela, «es un proceso espiritual que
requiere más que un simple marco legal. Tiene que darse en los corazones y en
las mentes de las personas». Por ahora, sin embargo, lo único que habita en
muchos corazones y mentes de los peruanos son las palabras desconfianza y
traición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario