Debió de haber ocurrido a
finales de la década de 1960. Aquel día Mario no se encontraba bien, algo realmente
extraño en un hombre que siempre había gozado de una excelente salud. Hay días
que no se sabe cuál es la razón por la que el organismo humano se
desregulariza, pierde la compostura, comportándose de una manera extraña. Eso,
al parecer, fue lo que le debió ocurrir a Mario
Vargas, en aquella aciaga fecha de un ignoto año de los 60.
Medio mareado, inseguro,
tambaleante, Mario se
atrevió a bajar las tortuosas escaleras de la segunda planta de su domicilio.
Se trataba, ciertamente, de una operación arriesgada, y que podía ser hasta
peligrosa en la preocupante situación en la que se encontraba el autor de “Pantaleón y las
visitadoras”. La cuestión fue que su repentina indisposición
había venido acompañada de un fuerte cólico que convertía en imperativo su
desplazamiento hacia el cagadero más próximo, ubicado en la primera planta de
aquella cochambrosa vivienda decimonónica.
Sea porque se le enredaron
entre sí sus extremidades inferiores o, simplemente, porque durante el trayecto
sufrió un desvanecimiento, lo cierto es que Vargas cayó
desde los primeros escalones hasta el último, rebotando peldaño tras peldaño
como si de una pelota se tratara.
La verdad es que Mario tuvo
suerte en aquel truculento percance. Pudo perfectamente haber perdido la vida,
pero, aparte de un voluminoso chichón en la frente y la pérdida de la
conciencia durante unos minutos, pudo salir relativamente airoso de aquel vuelo
sin paracaídas.
Sin embargo, quienes no
tuvimos tanta suerte como él fuimos la extensa pléyade de sus lectores, que
embobecidos le seguíamos a través de sus libros, entrevistas y
declaraciones. Poco a poco, a partir de aquel endemoniado accidente, de
manera casi imperceptible se empezaron a detectar en su comportamiento
público extrañas y desconcertantes piruetas.
Apenas habían transcurrido
unas semanas de aquello, cuando se pudo notar cómo Mario comenzaba a
enfriar su solidaridad por las causas que siempre había defendido. Recuerdo,
por ejemplo, unas declaraciones suyas sobre la masacre contra los estudiantes
en la Plaza de las Tres Culturas, en México, en las
que lo noté distante y desinteresado en relación con aquella tragedia que acabó
con la vida de centenares de estudiantes universitarios mexicanos.
Algún tiempo después,
aunque conservando todavía un cierto respeto, Mario comenzó a marcar distancias
con su hasta entonces admirada Revolución
cubana. Sus viajes a los Estados Unidos,
con el pretexto de su pertenencia al Pen Club, comenzaron tener una inusitada
frecuencia. Y lo que ya terminó por soliviantar mis mosqueos fue
la solícita aquiescencia con la que le acogían las más
glamorosas revistas norteamericanas, en las que aparecía risueñamente
acompañado de distinguidos personajes e inequívocamente ubicados en el
campo de la extrema derecha ideológica de los EEUU.
Pese a sus reiteradas afirmaciones de que no le interesaba en
absoluto la política institucional, terminó presentándose a las elecciones
presidenciales de su país, Perú. Una osadía que le hizo morder el polvo.
Ya en esos años Mario estaba
dejando de ser Mario
Vargas Llosa. Se había transformado en un personaje
desconocido, con opiniones que me resultaban imprevisibles. Empecé a verlo
como un enemigo hostil y del que era preciso defenderse. Por eso, cuando mucho
tiempo después se hizo íntimo amigo de José María Aznar o se emparejó con la Isabel Presley,
ni siquiera me resultó sorprendente. Ambos encajaban perfectamente con el
personaje. Vargas había
empezado a ser, por fin, perfectamente previsible para mí.
Siempre he tenido la convicción de que aquella extraña caída de
la escalera lesionó alguna zona de su cerebro, provocando un mefistofélico
cambio en su identidad ideológica y convirtiéndolo, además, en un monstruo
humanamente repugnante.
Aunque nunca lo comenté con nadie, pensé que por alguna
desconocida razón el funesto accidente no había afectado a la parte de su
cerebro que tenía que ver con la creatividad literaria. Sus libros, sus
recreaciones, su capacidad fabuladora no habían perdido un ápice de su valor
original. Permanecían intactas, vivas. Quienes aun despreciando la nueva faceta
de su personalidad han tenido el valor de seguir comprando sus novelas, seguro
que coinciden conmigo.
Vienen todas estas
rememoraciones a propósito de las recientes declaraciones que hoy he
tenido la oportunidad de leer en la prensa digital. Mario Vargas Llosa declaró
que “El que haya más de 100
periodistas asesinados en México es en gran parte por culpa de la libertad de
prensa,
que hoy permite a los periodistas decir cosas que antes no se podían permitir”.
“En la época de la dictadura
perfecta era una especie de ritual que se llevaba cada cierto año pero que en
realidad sabíamos quién era el candidato asignado y que iba a ser elegido,
ahora eso no ocurre. Ahora hay una incertidumbre porque hay unas elecciones que
son mucho más libres que antes “.
“Que hay más libertad de prensa
en México hoy en día que hace 20 años, sin ninguna duda. Y el que haya 100
periodistas asesinados yo creo que es en gran parte por culpa de la libertad de
prensa que hoy día permite a los periodistas decir cosas que antes no se podían
permitir”.
Reconozco que estas
obscenas y provocadoras declaraciones de Mario no llegaron ni siquiera a irritarme. Me
lo podía esperar. Sólo me trajeron a la memoria la catadura del Mr. Hyde que
hoy se alberga en tras su abyecta conciencia.
La verdad es que toda esta construcción de imágenes
narrativas que yo mismo había construido se inició a partir de aquel
desgraciado accidente que me vi obligado a inventar para poder permitirme
seguir comprando sus novelas y encontrarle una explicación racional a
cómo un escritor de su valía pudo llegar a convertirse en el
miserable personaje repugnante que es hoy.
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